domingo, 30 de octubre de 2011

Pan o circo

El otro día (me ponen de buen humor las acotaciones temporales cuando escribo para la posteridad), yendo por el pasaje hacia el descampado me crucé con Íter, un dálmata que se crió con mi perra cuando el parque era parque y no parking. Como en la infancia todos nos parecemos, durante un tiempo fueron amigos, hasta que Íter se dio cuenta de que, además de perder todas las carreras, era acuático y Loba, que es de secano, se negaba a seguirle cuando se metía en la desmesurada fuente de la plaza Tierno Galván. Entiendo que fue Íter quien percibió los desplantes de la Loba, porque ella, puro instinto, no está muy dotada para la fidelidad, el sentimentalismo o la sabiduría. Ahora mismo está tumbada a mi izquierda, calibrando la parte de sol y sombra, de alfombra y suelo, que su instinto le dicta para un treinta de octubre. Si los ángeles tuvieran patas en vez de alas serían como ella: rubios, inocentes, asexuados y ubicuos porque están en todas partes, pero si los buscas no los encuentras en ninguna.


Decía que sospechaba que Íter es mucho más listo y entregado que mi perra. Volviendo al principio, el otro día, a una orden de su dueño lo vi sentarse, dejarse colocar en medio del cráneo una aceituna; permanecer estático con ella unos segundos hasta que, a otra señal del dueño, giró la cabeza cazándola en el aire. Si hubiera escupido el hueso, la escena, de tan perfecta, habría sido más propia de un dibujo animado. Pero no, el dálmata se tragó el hueso, demostrando que nadie es perfecto y destruyendo el primer argumento que elaboré al salir de mi estupefacción para que mi perra y yo no saliéramos demasiado malparados: los dálmatas nunca debieron salir de la ficción animada. Refutado éste, roussoniano y nostálgico, razoné que lo que Íter había ganado en sabiduría circense lo había perdido en instinto. Si ya tengo dudas, de que para las personas la educación circense, única que se oferta, represente una ventaja, aseguraría que en el caso de los perros es una desgracia. Mi perra, sin yo pretenderlo, más bien haciendo de la necesidad virtud, ha sido criada en libertad. También recordé la pena que me daban los animales del circo. En fin, sea como sea, prefiero que mi perra no razone.


Después, mientras buscaba a la perra por las zonas menos limpias del descampado, argumenté que hay personas que no tienen nada mejor que hacer o perros que no tienen otra alternativa. De este útimo consuelo, que apenas creí, pasé a la melancolía. La Loba y yo tenemos demasiada faena y demasiado disímil. Nos ignoramos mutuamente. Si razonara un poco, al menos saldría por la puerta de la calle a hacer uso de su instinto cuando le placiera. Y yo no tendría que levantarme ahora mismo y dejar de escribir para acompañarla al descampado.


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sábado, 22 de octubre de 2011

Tiempos revueltos

Leonard Cohen, sombrero en mano, inclina toda su estatura y elegancia ante Don Felipe y Doña Leticia a fin de recibir un cheque. ¿Hubiera hecho mejor renunciando al premio? ¿Se puede estimar económicamente la caída en la cotización del mito? ¿Y moralmente? ¿Podría, sin renunciar al premio, haberse saltado el protocolo? ¿Estaría la reverencia estipulada entre las obligaciones de los premiados? Y en caso de estarlo. ¿Podría haber presentado un certificado médico alegando problemas cervicales? Me acuerdo del ridículo que hizo Rafael Alberti, quien seguramente también inclinó su cabeza ante el rey, presentándose a recoger el Cervantes con su blusa marinera. Y anoche leí esta frase poliédrica y revuelta de un tal G.I. Gurdiejff, que condena a Alberti y exonera a Cohen: “exteriormente cumplir un rol; interiormente no identificarse jamás.” Luego me dormí, tuve pesadillas y las certezas de la noche se convirtieron en dudas por la mañana. Lo que es incuestionable es que Leonard Cohen estaba mucho más elegante cuando lo vimos agacharse para luego desplomarse en la cuarta canción del concierto de Valencia. Y como la elegancia también cotiza en bolsa, las dudas persisten. Y más teniendo en cuenta que su asesor financiero ya le timó una vez.

martes, 11 de octubre de 2011

Joaquín O. Giannuzzi

Esta entrada se ha hecho esperar lo suyo. No quería lanzar las campanas al vuelo sin haber leído varias veces este libro para cercionarme de que, en verdad, no me engañaba. El jueves pasado en el Autorex, ida y vuelta Valencia-Madrid, ocho horas para leer sin interrupciones, lo leí de nuevo disfrutando cada verso como hace tiempo que no disfrutaba de un libro de poemas escrito en español. A veces hasta repetía algún verso en voz alta, despreocupado de que mi vecino de viaje pensara que se sentaba junto a un loco. Y, ciertamente, en ese momento, lo estaba, porque “Señales de una causa personal” el cuarto poemario de los doce que componen la abundante obra del poeta argentino Joaquín O Giannuzzi, me ha gustado con locura. La obra completa es un grueso volumen que reposa ahora mismo inocentemente a mi izquierda en el sofá, disimulando ladino que es una auténtica bomba lanzada contra cualquiera que lo abra y se disponga a leerlo con un mínimo de honradez. Porque la poesía de Giannuzzi es, ante todo, honrada: nunca se vende por una imagen hermosa o un verso ocurrente. Y también, pese su apariencia ceniza, es poesía que manifiesta una infinita piedad por los seres y las cosas. Porque de Joaquín Giannuzzi, que murió en 2004, se puede asegurar que fue un hombre de corazón ancho que amó, sintió y supo poner en palabras y sin patetismos la inmensa contradicción de saberse finito y destinado a la muerte. Como los escritores que me gustan Joaquín Giannuzzi no cambia de tema ni necesita reinventarse a sí mismo en cada libro, tampoco se ve afectado por los vaivenes de las modas. Tal vez por ello, en los años del boom de las letras hispanoamericanas, los de la literatura “comprometida”, folclórica o estilosa, Giannuzzi fuera un perfecto desconocido incluso para los poetas argentinos de su tiempo. Su tema, ¿acaso hay otro?, es el de la aceptación resignada del acabamiento y al mismo tiempo la rebeldía ante la finitud de nuestro mundo personal. La de Giannuzzi es una poesía meditativa, urgente, que nunca sermonea ni se pone enfática o ensimismada. Una poesía que al modo de los clásicos plantea un tema, lo desarrolla y remata sin trampa, fragmento o cartón. Una escritura que casi siempre parte de una imagen cotidiana: la vista de una gallina picoteando a través de una ventana, el mostrador de una carnicería, un vertedero, un accidente de tráfico (fue redactor de sucesos en el diario “Crítica”), una dalia en un jardín, una antigua fotografía..., imágenes todas ellas que permiten al poeta reflexionar y alzarse hasta cimas insospechadas de conocimiento al alcance de cualquier lector. Todos somos Giannuzzi, podríamos decir, porque en el fondo todos estamos hechos de la misma sustancia perecedera. Cierto es que esa mezcla de rebeldía y resignación, difícilmente podría ser de otra manera, se manifiesta a veces en forma de un humor negrísimo por el que el poema respira; humor que nunca, por fortuna, es irónico porque el poeta argentino no se disfraza ni tiene cuentas pendientes con nadie, como no sea consigo mismo. Poesía también social en el sentido más amplio y noble del término, entre otras cosas porque disecciona sin piedad a una clase media argentina cómplice por omisión de un horror, de la que él formó parte. De la que casi cualquiera, porque son malos tiempos para la épica, hubiéramos podido formar parte.
Y poco más. Agradecer a la Fundación Sibila del BBVA la edición de esta obra completa, me complace saber que al menos una mínima parte del dinero de mi hipoteca haya servido para editar la obra completa de este poeta inmenso con un emotivo prólogo de Jorge Fondebrider.
Hay varios poemas accesibles y hasta una de sus libros:”Violín obligado”, en la red. Dejo aquí, a modo de muestra, dos poemas de los más de cien que componen “Señales de una causa personal”, el libro suyo que prefiero.

El hueso de la gaviota
Breve y liviano sobre la playa, aéreo
el último hueso de la gaviota
aguarda la disolución en manos de los elementos.
No está previsto un accidente
que modifique la situación.
El sólido cuerpo del planeta
también espera,
pasivamente espera y con dulzura
el retorno del hueso a su garganta.
Cincuenta millones de años
contra unas semanas de vuelo.
No hay injusticia en la proporción
sino confianza y un pulido equilibrio
entre el agua el viento y la temperatura solar.
Y allí de pie, el poder humano,
buscando en el cielo un agujero
donde meter la cabeza y si es posible
una eternidad independiente
de uso privado y esqueleto propio.

El buitre y yo

Desde lo alto el buitre
ausculta la agonía del caballo.
Pronto caerá la noche, el buitre
se da tiempo.
....................Todo se cumplirá, no hay error
que impida el desayuno
bajo el sol de la próxima mañana.
También a mí la sombra
me empuja a la guarida.
Pero enciendo una lámpara
y me construyo un universo humano.
Hay demasiados nervios en mi ojo más apto
para esperar dormido
la gracia del día siguiente.