Que la dependienta de la farmacia de 24 horas me aprecia, aunque
sólo sea por el dineral que me dejo en chicles de nicotina, lo sospechaba hace
tiempo. Suelo ir por la noche. Como ya está cerrado, me los entrega a través del
torno. Yo, confiado a la blancura de su bata, le susurro el código de mi tarjeta de
crédito para evitar el bochorno de meter los dedos por la ranura y teclearlo
casi a tientas, mientras ella, con gesto melodramático, aparta la vista de mi
mano pecadora. Por lo visto, no confía en mí lo suficiente como para facilitarme la máquina. Prefiero pensar que son normas de la casa. En fin.
El caso es que la otra noche, así, de sopetón, me soltó que tenía un alma gemela que venía a comprar chicles por la mañana. Y en eso añadió: "te la podría presentar". Y después: "no, que es fea". Lástima que en los momentos culminantes siga siendo tan torpe como a los dieciséis. Nunca sabré lo que me hubiera contestado de haberle pedido fuego. En fin, que se hizo un silencio incómodo. Menos mal que la Loba, que sabe que por la noche todos los gatos son pardos, se puso a ladrar para que la desatara del banco de la esquina.
El caso es que la otra noche, así, de sopetón, me soltó que tenía un alma gemela que venía a comprar chicles por la mañana. Y en eso añadió: "te la podría presentar". Y después: "no, que es fea". Lástima que en los momentos culminantes siga siendo tan torpe como a los dieciséis. Nunca sabré lo que me hubiera contestado de haberle pedido fuego. En fin, que se hizo un silencio incómodo. Menos mal que la Loba, que sabe que por la noche todos los gatos son pardos, se puso a ladrar para que la desatara del banco de la esquina.