Paso con la bici, y como voy despacio
porque la loba cuando volvemos a casa se deja llevar y debo de tirar de ella, escucho, nítido, el diálogo de una pareja junto al recinto del burro que hay en la huerta: "Se parece al burro de Sancho Panza, ¿Cómo se
llamaba?", dice ella. "Platero", contesta él con el aplomo de
las buenas causas. No digo nada, y eso que a la velocidad del trote cochinero
de la loba me hubiera dado tiempo de sobra a replicar. En el fondo pienso que
el burro de la huerta no merece el nombre del burrito bobalicón y cursi de Juan
Ramón. Así que continúo mi penoso viaje y cuando llego a la altura de la
Ronda Norte me felicito por haber callado. En el largo trecho de acera que hay hasta el
semáforo con el viento en la cara y la perra a mi espalda medito los motivos de
mi silencio: tampoco yo sé cómo se llamaba el jumento de Sancho, ni el que
teníamos enfrente, a veces dudo hasta de mi propio nombre, no me gusta poner en
evidencia a los jóvenes, ni crear sombras de duda en el amor, no han consultado
el nombre del burro en su smartphone lo que
celebro como ciudadano aquejado de alergia nada metafórica a los dispositivos
inalámbricos e inteligentes y, en todo caso, no era yo sino el burro quien
debía haberse quejado, y no parecía importarle llamarse Platero, Hola, Ven, Toma, o como crea que se llame ese buen animal que será gris y anacrónico pero no de peluche
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