miércoles, 23 de octubre de 2013

Tarde de pesca

Una caña plantada frente al mar. ¿Puede un hombre entretenerse así todas las tardes que le queden de vida? Cuando pesco lo hago convencido de que sí. De otro modo no acudiría.
 
Los paseantes me miran. Lo mismo que mirarían una frase, por muy trivial que fuese, en medio de un folio en blanco.
 
 
Ve a un chico con una cámara de fotos andando por la orilla. Piensa en quitársela de un tirón, simplemente para que pase algo. 
 
¿El mar es sedante porque es monótono?
 
Pasa un mujer por la orilla y el viento de levante te trae un tufo a perfume que rompe todo el encanto.
 
Algunas personas paseando por la orilla. !Y ninguno mira el móvil!
 
Pescar una dorada y preguntarse: ¿y qué? El colmo de la depresión. Todavía no ha llegado.
 
A fuerza de estar solo frente al mar es fácil conseguir un estado alterado de conciencia. Una especie de muerte social. A lo mejor por eso el mar relaja.
 
Cuando deje de estar conmigo no quedará nada. Ni siquiera el mar.
 
¿Por qué el ruido del mar tranquliza y el de un aula de la ESO altera? Se me ocurre que a mí nadie me paga por hacer callar al mar.

Cuando llega un pescador y se nos pone cerca lo odiamos un poco. Y eso que ni siquiera lo conocemos. Decididamente, somos tan territoriales como los leones. Pero no rugimos.

Parecería que un escenario tan imponente anularía el efecto de una chica bonita paseando por la orilla. Todo lo contrario.
 
Sale la luna roja. Podría santificar otros paisajes. Aquí hace menos falta que en tierra.