TANTA MANSEDUMBRE
Pues en la hora oscura, tal vez la más oscura, en pleno
día, ocurrió esa cosa que no quiero siquiera intentar
definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no
quiero todavía definir es una luz tranquila dentro de
mí, y la llamaría alegría, alegría mansa. Estoy un poco
desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en lugar de él estuviera ahora la súbita ausencia,
una ausencia casi palpable de lo que antes era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo
nada. Pero es lo contrario del sopor. Es un modo más
leve y más silencioso de existir.
Pero también estoy inquieta. Yo estaba organizada
para consolarme de la angustia y del dolor. Pero cómo
es que me arreglo con esa simple y tranquila alegría.
Es que no estoy acostumbrada a no necesitar de mi
propio consuelo. La palabra consuelo me llegó sin
sentir, y no lo noté, y cuando fui a buscarla, ella se
había transformado ya en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento.
Voy entonces a la ventana, está lloviendo mucho.
Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en otro
momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor
que consolar.
Ah, lo sé. Ahora estoy buscando en la lluvia una
alegría tan grande que se torne aguda, y que me ponga
en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero es una búsqueda inútil. Estoy
frente a la ventana y sólo ocurre eso: veo con ojos benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Ambas estamos ocupadas en fluir. ¿Cuánto durará
mi estado? Percibo que, con esta pregunta, estoy palpando mi pulso para sentir dónde está el latir dolorido
de antes. Y veo que no está el latido de dolor.
Sólo eso: llueve y estoy mirando la lluvia. Qué simplicidad. Nunca creí que el mundo y yo llegáramos a
este punto de acuerdo. La lluvia cae no porque me
necesite, y yo la miro no porque necesite de ella. Pero
nosotras estamos tan juntas como el agua de lluvia está
Traducción: Cristina Peri Rossi