martes, 28 de enero de 2014

Berlín: vida cotidana

Mientras escribo estas líneas Enrique está trabajando en la Universidad. Cuando acabe de escribirlas, me subiré a cualquier autobús, erraré por un suburbio indeterminado y regresaré a casa. A eso de las seis vendrá Enrique, y trabajará un rato en sus teoremas mientras yo leo. Cuando se canse dará una voz y nos vestiremos para ir a cenar en cualquier restaurante de poca monta. Después, una copa en un garito de esta misma calle con música en directo y antes de medianoche otra vez en casa. Somos un matrimonio tan bien avenido que hasta ahora ninguna alemana nos ha dirigido la palabra

Cielo sobre Berlín

Tengo comprobado que en un avión, te sientes donde te sientes, siempre te toca el ala.

Berlín: las almohadas

Como ya había comprobado de otras estancias las almohadas alemanas son magníficas: cuadradas, grandes, con el relleno distribuido con una uniformidad impecable. Y lo mejor es que a pesar del tamaño cuando apoyamos la cabeza ceden lo justo para que descansemos con total confort. Ahora mismo estoy sentado sobre una que me sirve admirablemente de cojín. Como nada es perfecto, compruebo consternado que no me cabe en la maleta. 

Berlín: peatones alemanes

Los peatones al borde de la acera aguardan pacientes a que su semáforo se ponga verde. Nadie cruza en rojo, aunque no haya ningún coche a la vista (para ser una gran ciudad apenas ruedan coches en Berlín). Los primeros días yo también espero por delicadeza. No quiero parecer un extranjero ventajista. Esa obediencia a órdenes en apariencia absurdas para el individuo seguramente expliquen la prosperidad colectiva. Y también son una explicación mejor que el odio a los horrores del genocidio. 

 

Otra ciudad

Berlín: llevo cuatro días aquí y, sin pretenderlo, ya ordeno mis actos conforme a una pauta. Otros viajarán huyendo de la rutina. Yo siempre que me marcho, lo hago huyendo del caos. Cuando uno lleva sólo lo que cabe en una maleta la vida se simplifica.

Berlín: el zoo del este


Como Berlín fue dos ciudades en una, muchos establecimientos están duplicados. Hoy he visitado Tiepark, la casa de fieras del este. No sé si atribuir al esnobismo o a una tendencia romántica irreprimible lo que me impulsa a presentarme en lugares así. Los museos me abruman, qué le vamos a hacer. Entro a eso de las dos y media, cierran a las cinco, con una temperatura de diez bajo cero y una capa de nieve del tamaño de mi dedo índice. Desolación indescriptible, como un bosque turolense el día más inhóspito del invierno. Ni una animal a la vista. Los primeros que me topo, y los únicos que veo moderadamente a gusto, son, lo juro, un grupo de osos polares. Sigo adelante, ilusionado de pisar nieve virgen. De pronto, un cementerio. Ya estoy tan ambientado que no me sorprende lo más mínimo. Una docena de losas, todas de  miembros de una misma familia. Más allá, el pabellón de las fieras y el de los elefantes: dos armatostes destartalados de hormigón deslucido, más plomizo aún que el cielo. Aquí al menos se está calentito, pero huele fatal. La vida sin decoración no merece la pena, eso, por lo visto se les olvidó a quienes planearon el paraíso en la tierra.  Los elefantes están tan apáticos que ni se inmutan cuando intento compartir con ellos una manzana. Alguien debería informar a estas pobres criaturas que el comunismo acabó hace veinticinco años.  Con lo ufanos y lustrosos que se veía a los animales del zoo occidental –quizá el mejor del mundo- que visité hace dos años. Aquí todos los habitantes tienen ese aire resignado del quien vive con techo y comida aseguradas pero sin más horizonte que los barrotes de enfrente. Prosigo mi errar y de repente me acuerdo del reloj: cuatro y media. Sensación de pánico. Voy totalmente desorientado, el zoo ocupa una arboleda inmensa y los escasos carteles están en alemán y cubiertos de nieve. Me viene la imagen del capitán Scott y su trágico fin regresando del polo. Por suerte logro mantener la calma suficiente para encontrar el cementerio (probablemente una familia que murió de frío buscando la salida), los osos polares y la puerta. No descarto volver, pero de hacerlo será equipado con una brújula, un sonajero y una temperatura ambiental suficiente para poder sacar la mano del abrigo y agitarlo al son de alguna melodía cubana precastrista. Y, que no se me malentienda, mejor el áspero hormigón soviético que el cartón piedra del Bioparc. Con según qué decoración la vida tampoco merece la pena.