jueves, 25 de agosto de 2011

Santos de cuatro patas

Porque los perros como los humanos son animales de costumbres, la Loba tiende a hacer caca en los mismos sitios y a las mismas horas, lo que significa que yo agacho el lomo dos veces al día en los mismos sitios y a las mismas horas. En el último paseo, pasada ya la medianoche, suele hacerlo en la acera de la calle Almazora. A riesgo de que me llamen guarro relataré mi conflicto con esta última caquita nocturna. Suelo recoger el 90% de las deposiciones de la perra, y eso que no concibo mayor humillación que agachar el lomo para recoger la mierda de un perro. Por la noche, cuando no hay espectadores, entran en conflicto mi civismo y mi mala conciencia frente a mi orgullo y mi pereza. Se trata de un conflicto en estado puro, en este caso mi mano derecha no sabe lo que hace mi mano izquierda, como aconsejaba Cristo en maravillosa metáfora acerca de lo intachable que debería ser nuestra vida privada. Resultado: agacho el lomo aproximadamente un 50% de las veces. La otra mitad me alejo de la deposición pensando en que a esas horas no pasará nadie, y en que para el día siguiente ya estará seca y será inodora e inofensiva para cualquier zapato desprevenido. Después me duermo pensando, ya con mayor abstracción, en ese córtex cerebral hipertrofiado con que nos ha dotado la naturaleza, capaz de justificar cualquier comportamiento. Y si alguien tira la primera piedra que piense que Cristo le reconvendría por ello, y en si su vida privada es tan intachable como la pública. A no ser que tenga cuatro patas, apuesto a que no.

lunes, 8 de agosto de 2011

Ligeras de equipaje

Podría pensar que fue un sueño, o un espejismo provocado por el sol de la tarde en la Patacona, o una fantasía fruto de los calores veraniegos, pero no, toda la playa estaba allí tan asombrada como yo para atestiguarlo. Y esto es lo que sucedió: estaba yo enfrascado en los Hermanos Karamazov, un poco molesto por el volumen del libro (1300 páginas, bolsillo) que te obliga constantemente a cambiar de postura, cuando a mi derecha, por el rabillo de ojo ví a tres muchachas de pie en topless, gráciles y esbeltas, como sirenas, pero con unas piernas y un cuerpo precioso en lugar de colas y escamas. Tan hermosas eran, que no sabría decidirme por una y despreciar las otras dos. Y en eso que dos de ellas se quitan la parte de abajo del biquini, y riendo y brincando, medio tapándose con las manos o señalando (no lo sé ni estaba en ese momento para sacar conclusiones) ese lugar objeto del máximo deseo, se meten en el mar y de pie en el rompeolas se ponen a dar saltitos y jugar en el agua. Luego, la que se había metido con unas braguitas moradas se las quita y empiezan con gran jolgorio a tirarse unas a otras las braguitas. El mar las tapaba y destapaba, según la generosa voluntad del oleaje. Yo, también me tapaba, pero la cara con el libro para disimular mi devoción por la escena,. Hasta estuve valorando la posibilidad de meterme en el mar y bañarme desnudo, tan alegre y contento como ellas. Pero ,¿cómo afear con mi cuerpo semejante milagro? Los humanos de a pie en esas situaciones reaccionamos con una raro respeto; la playa dejaba un círculo de un radio de unos treinta metros para que las muchachitas siguieran a lo suyo sin ninguna molestia. Era pleno atardecer y el sol resaltaba la blancura de su piel con todo el amor que la luz proyecta sobre las cosas bonitas; el juego continuaba, y la playa seguía feliz y contenta su alegría, todos olvidados (estoy seguro) de sus propias miserias y problemas, salvo una heladora e insensible pareja que, para mi disgusto, se puso a jugar a las palas justo enfrente de donde yo estaba. Pero no podía moverme de allí, cualquier movimiento para buscar mejor ubicación hubiera roto la magia y quien sabe se hubiera terminado tan abruptamente como llegó. Además, la corriente las arrastraba hacia el sur en la dirección del viento de garbí, fuerte en esos momentos, alejándolas más y más de donde tenían la ropita, lo que me permitía mirarlas con menos descaro.

Me puse a pensar en cómo volverían: ¿andando por la orilla?, ¿caminando por el mar contracorriente?, ¿volando como angelitos? A medida que el tiempo pasaba se olvidaban de su desnudez mostrándose en todo su esplendor y hasta con un puntito de exhibicionismo que todos perdonábamos y bendecíamos. Eran un regalo del sol para el regocijo de nuestra vista cansada. Eran intangibles como ángeles, aunque profanas y corpóreas. Toda la playa, salvo la pareja coñazo de las palas, seguía atenta a la ceremonia guardando profundo respeto y veneración. Después de intentar regresar por el mar, decidieron que no estaban para esfuerzos inútiles, que mejor volver paseando ligeras por la orilla como si tal cosa, a ratos sonreían y se tapaban como niñas después de una travesura. Y, sí, pasaron por delante de mí, sin reparar en mi presencia ni en la de nadie, Yo me agazapaba detrás de Dostoievski, sin valor ni desvergúenza para contemplarlas de frente. Cuando llegaron a su ropita se vistieron y se fueron caminando hacia el sur por la orilla. Las ví hasta que se perdieron a lo lejos. Nadie aplaudió, ni las siguió, mejor no saber adónde fueron, ya que no supimos de dónde llegaron, y quedarnos con la lección que nos dieron para nuestro mejoramiento y provecho: la magia está ahí, a la vuelta de la esquina, o junto a la acequia de Vera, sólo hace falta prestar atención. Esta tarde he vuelto a la Patacona, me he leído cien páginas de los Hermanos Karamazov, a lo mejor se ha repetido ese hechizo u otro, pero no estaba atento.