jueves, 27 de noviembre de 2014

Que pare la música

Ese momento de tener una dorada clavada en el anzuelo e irla acercando a la orilla tiene algún parecido –y no estoy siendo cínico- a pillarse los dedos con una silla de plegable. Todas las preocupaciones se desvanecen ante la intensidad del presente. Spinoza. que era un tipo listo lo dejó escrito en su ética. Yo lo sé por propia y lamentable experiencia. Claro que uno no quiere ni puede ni sabe convocar a voluntad tales momentos quizá saludables para la mente pero nocivos para los dedos.

Lo mismo por eso se inventó el cilicio. Durante mi adolescencia corría el rumor o la leyenda, porque a esa edad cualquier cosa ajena a nuestra corta experiencia se convertía en leyenda, de que mis profesores del colegio del opus lo empleaban. Hubo incluso quien contaba que había visto un cinturón con púas metálicas durante una incursión a robar exámenes. Y es que frente a los giros caprichosos de la rueda de la fortuna el cilicio presenta indudables ventajas: no daña órganos vitales, uno se lo coloca cuando lo necesita y hasta puede graduarlo según la intensidad de presente que desee padecer. A esta aberrante asociación de ideas entre cilicios, doradas, y dedos maltrechos solo le encuentro dos explicaciones: o somos tan poco animales que preferimos el sufrimiento físico al moral o es que, moralmente, sufrimos como bestias.


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