sábado, 9 de enero de 2010

Desgracia, J.M. Coetzee

Si mi propósito fuera calificar esta novela, la tildaría de incalificable, o imprevisible, pues todo en ella evade la norma. Lo que en principio parece una espléndida diatriba contra el puritanismo de lo políticamente correcto, pasa a ser una defensa de Eros y termina yendo mucho más allá en una segunda parte donde los códigos morales nos son por completo ajenos.
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Todo ello de la mano de un protagonista tan magníficamente encarnado que no precisa dirigirse al lector ni de reojo. ¿Relativismo moral? La típica palabra que impresiona a lectores primerizos. No acaba de satisfacerme. Más bien la novela halla su anclaje en los trágicos griegos: decía que todo en ella sucede de forma imprevisible, también inapelable. Los dioses nos eligen con los ojos vendados, pero también nosotros actuamos sin sabernos elegidos. Y siempre ignoramos cuando un dios actúa sobre quienes amamos.

Ante semejantes fuerzas telúricas u olímpicas poco puede hacer el dios cristiano del perdón, la compasión y la remuneración equitativa. El dios en el que ha sido educado el protagonista. Y también el lector.

Tras estos párrafos podría pensarse en una novela densa y abstracta. No lo es. La historia está narrada con agilidad pasmosa, sin asomo de barroquismo. También (qué descanso y qué complicación tan bien solventada), sin ironía. Dictada en un presente que provoca por igual inmediatez y alejamiento. Como nosotros nada sabe el narrador del curso de su historia. Se limita a contarnos lo que ocurre aquí y ahora.

Hablé de la tragedia griega, también podría hablar de Kafka ( El Proceso, La Colonia) o de Camus, sobre todo de Camus (La Peste, sobre todo La Peste, El Extranjero). La atmósfera es similar.

A destacar la trama paralela con esa patética Teresa, la amante de Byron, ya madura tratando de invocar a su desaparecido amante con sus cantos. Tratando de conmover El Averno acompañada de un banjo de juguete. Risible y por ello doblemente trágico.
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Amor, vejez y muerte. Muerte como el inevitable final de la vejez, de no entender ya el mundo. Y rechazo. Rechazo del que es objeto el viejo que no se resigna a ceder su lugar a los nuevos tiempos. Todo ello visto por el protagonista con implacable lucidez, sin ceder un ápice al sentimentalismo ni a la queja, ni siquiera en ese final abrupto, en esa muerte de perro que recuerda vagamente al del Proceso. Nadie nos salva de la decadencia y la muerte, nadie puede otorgarnos ese don. Quien vive de verdad, quien no se resigna a quedarse en los márgenes, no es en absoluto protagonista de su vida. Un dios habla por él. Un dios que no perdona.

1 comentario:

  1. Aunque la impresión que me dejó la historia es muy parecida a la que dices, me parece que, sobre todo, en lo que me resulta más trágico, es en que el personaje actúa en todo momento con una lógica cotidiana. No hay grandes planteamientos, dilemas ni otras altisonancias que puedieran sugerir algún tipo de finalidad didáctica en el texto. Lo mas trágico es precisamente eso. No hay nada. No recuerdo el título en inglés, pero desde luego la traducción en castellano no puede ser mas adecuada. Un yunque que cae repetidamente en la cabeza del protagonista, una corriente fría que inunda las venas del lector...E.

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