domingo, 24 de octubre de 2010

Alma y cincel

Ayer, al llegar a casa, la perra, que había estado ocho horas sola, todo hay que decirlo, había mordido la plantilla de un zapato, muy poco, pero lo suficiente como para inutilizarla y de paso también el zapato entero, el otro par, y los pasos que hubiera dado y no daré con esos zapatos en este mundo de usar y tirar donde ya casi nadie vuelve los cuellos de las camisas. Pero a lo que iba.
Cuando me agaché para coger el zapato la perra ya estaba la postura de "yo no he hecho nada": las cuatro patas bien abiertas para agachar el lomo y la cabeza aproximadamente a la mitad de sus alzada habitual. Desde la cabeza dos ojos que me contemplaban disculpándose por exisitir y mirar el mundo. Reconforta que en los animales la humillación sea tan funcional, pero a lo que iba.

Tras colocar la inutilizada plantilla en el zapato, abro la puerta del cuarto de baño y la perra se mete disparada y consciente de que el castigo es merecido.

A la media hora, cuando acaba el partido del Valencia, le levanto el castigo y la noche sigue su curso previsible hasta que esta mañana al levantarme me doy cuenta de dos cosas, de que la plantilla ha desaparecido completamente (en su estómago, no hay otra alternativa) y de que la perra esta vez ni se immuta al verme coger el zapato.

A lo que iba es a que la inteligencia de mi perra es hoy menos rudimentaria que ayer y a que si sigo castigándola a la larga conseguiré un animal tan inteligente como moralmente repulsivo.

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