domingo, 31 de agosto de 2014

Beatus ille

Anoche estaba concentradísimo en la orilla del mar deshaciendo un nudo del sedal cuando de pronto apareció un perrito y acto seguido se escuchó un grito: ¡Ven aquí! Me llevé tal sobresalto que al cabo e unos segundos noté como se me erizaban los pelos. Nunca había experimentado esa sensación, sólo la había escuchado o leído y la tomaba por una frase hecha sin más consecuencias. Y no es que yo destaque precisamente por mi bravura. Pensando sobre ello creo que normalmente vivo tan alarmado que no hay susto de entidad suficiente para provocarme esa reacción. Igual esa es la razón de que me guste pescar: porque logro ese estado de serenidad previa en el que hasta un simple perro me asusta. Que otros se lancen desde puentes, hagan vuelo acrobático, o visiten el templo de Delfos tratando de provocarse impresiones que los conmuevan, que a mí, con la caña plantada en la orilla, un simple perrito de la Patacona me procura emociones suficientes.

 

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