Como Berlín fue dos ciudades en una, muchos establecimientos están
duplicados. Hoy he visitado Tiepark, la casa de fieras del este. No sé si atribuir
al esnobismo o a una tendencia romántica irreprimible lo que me impulsa a
presentarme en lugares así. Los museos me abruman, qué le vamos a hacer. Entro
a eso de las dos y media, cierran a las cinco, con una temperatura de diez bajo
cero y una capa de nieve del tamaño de mi dedo índice. Desolación
indescriptible, como un bosque turolense el día más inhóspito del invierno. Ni
una animal a la vista. Los primeros que me topo, y los únicos que veo
moderadamente a gusto, son, lo juro, un grupo de osos polares. Sigo adelante,
ilusionado de pisar nieve virgen. De pronto, un cementerio. Ya estoy tan
ambientado que no me sorprende lo más mínimo. Una docena de losas, todas de miembros de una misma familia. Más
allá, el pabellón de las fieras y el de los elefantes: dos armatostes destartalados de
hormigón deslucido, más plomizo aún que el cielo. Aquí al menos se está calentito, pero huele fatal. La vida sin decoración no
merece la pena, eso, por lo visto se les olvidó a quienes planearon el paraíso
en la tierra. Los elefantes están tan
apáticos que ni se inmutan cuando intento compartir con ellos una manzana. Alguien debería informar a estas pobres criaturas que el comunismo
acabó hace veinticinco años. Con lo
ufanos y lustrosos que se veía a los animales del zoo occidental –quizá el
mejor del mundo- que visité hace dos años. Aquí todos los habitantes tienen ese
aire resignado del quien vive con techo y comida aseguradas pero sin más
horizonte que los barrotes de enfrente. Prosigo mi errar y de repente me
acuerdo del reloj: cuatro y media. Sensación de pánico. Voy totalmente
desorientado, el zoo ocupa una arboleda inmensa y los escasos carteles están en
alemán y cubiertos de nieve. Me viene la imagen del capitán Scott y su
trágico fin regresando del polo. Por suerte logro mantener la calma suficiente
para encontrar el cementerio (probablemente una familia que murió de frío buscando la salida), los osos polares y la puerta. No descarto volver, pero de hacerlo
será equipado con una brújula, un sonajero y una temperatura ambiental
suficiente para poder sacar la mano del abrigo y agitarlo al son de alguna
melodía cubana precastrista. Y, que no se me malentienda, mejor el áspero hormigón soviético que el cartón piedra del Bioparc. Con según qué decoración la vida tampoco merece la pena.
hace dos años... todo habría cambiado!
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